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Los amores de Zenobia


1
Todo sucede en nosotros mucho antes de haber sucedido –dijo él. Zenobia
sonrió con un sí, mientras lo ayudaba a colocar las hebillas en los zapatos que él mismo había hecho en el taller de calzados de su padre. Ella,
que siempre había sentido encanto por los zapateros y mantenía una
imagen de San Crispín en el lado izquierdo del armario, se regocijaba
con el oficio de su bienamado. Junto a él, se sentía devuelta a la vida
libre. Se conmovía con los mínimos desvíos de la tijera sobre el cuero y
se deleitaba con las gotas de cola que quedaban en las orlas de botas y
sandalias. Allí, con Olavo, el tiempo no tenía ni peso ni falta. Y el amor
parecía estar siempre en los detalles



2
Raras veces aparecía Ilidio para decirle que allá, donde nunca estuvo,
estaría siempre. Ella sonreía y lo invitaba a un té de melisa con galletas de jengibre. En las delicias de aquellos  días, sus brazos
intercambiaban un contacto, casi caricias. Hasta que una tarde fría, él
la abrazó y la llamó querida. Zenobia se sintió infinita. Presintió que
aquel abrazo era indicio de una larga alegría. A partir de entonces,
comenzaron a encontrarse durante tardes impares. Al inicio, trocaban
sólo abrazos en silencio. Después, besos sin malicia. Con el tiempo, ya
no se daban más cuenta de lo que hacían. La noticia que se tiene es que
siguieron juntos hasta el momento en que alcanzaron lo que un poeta
llamó la inercia feliz del movimiento.
3
Belmiro tenía una curiosa hipocondría. Quería todos los dolores que no
sentía para, sobre ellos, escribir poemas tristes. Sus achaques eran el
eclipse necesario para que surgiera la poesía. Y no había fin que pusiera término a aquel vicio. Al principio, Zenobia tomó tales enfermedades como un capricho.
Le divertían, por ejemplo, los versos que él hizo
un día a la luz de las alergias que lo atacaban las noches de fastidio. O
la oda iluminada por las manchas que le aparecían cuando escuchaba
el Vals Mefisto, de Liszt. Su lista de males era casi erudita. Por no
decir exquisita. Pero, poco a poco, Zenobia acabó cansándose de aquellas sandeces. No dijo nada: lo dejó al primer solsticio del año. Sin conflictos.
4
Amancio era un joven de cuerpo medio y color intenso. Tenía en el
rostro algo de incisivo e inconcluso. Su dorso era dúctil y en sus ojos se
veía casi todo lo que pasaba en el fondo. Zenobia no lo pensó dos veces:
en aquel hombre estaba su rumbo, el resumen de su más cercano y
distante futuro. Previó que, en poco tiempo, se sabría de memoria el
diseño de sus uñas, la curva de su nuca, la trama de sus venas y los
vellos de sus muslos. Y que, sin él, el mundo duraría poco. En veintiún
nocturnos, escritos en ocho noches de junio, celebró el jugo de ese amor.
Y un día lluvioso, en medio de tuyas y latanias, descubrió con él que
hay cosas (y personas) que no se dejan nunca.

de O livro de Zenobia/ El libro de Zenobia (Rio de Janeiro: Lamparina, 2004)



Minas Gerais, 1963. Reside en Belo Horizonte. Autora de Dos
haveres do corpo (1985), Triz (1998) y O livro de Zenobia (2004).

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