domingo

Sharon Olds(EE.UU.,1942)

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El último día

(...)Con la noche su respiración se hizo más corta,
la niebla caía azul, poderosa,
sobre casas y secuoyas,
apoyé mi cabeza en la cama en el camino de su respiración y la respiré,
aún dulce con su vieja dulzura mancillada
como la tierra húmeda con olor ácido y limpio a la vez.
Comenzó a oscurecerse una hora antes de morir,
su respiración se detenía por segundos
y volvía a empezar. Su cuerpo se arqueaba,
alejándose de la ventana, su piel
era de un amarillo vidrioso, respiraba, y se detenía,
respiraba. Pasé mis dedos por su cabello
y besé las comisuras de sus labios resecos.(...)
Estaba volteado hacia mí,
la boca abierta y el cabello ondeando hacia atrás
como un hombre parado de cara al viento,
esperábamos y esperábamos la próxima respiración.(...)




Sentimientos


Cuando el médico residente auscultó el corazón detenido
yo lo miré, como si él o yo
fuéramos salvajes, fuéramos de otro mundo:
yo había perdido el lenguaje de los gestos,
no sabía qué significaba para un extraño
levantar la bata y ver el cuerpo desnudo de mi padre.
Mi rostro estaba mojado, el de mi padre
apenas húmedo con el sudor de su vida,
esos últimos minutos de trabajo duro.
Yo estaba recostada en la pared, en un rincón,
y él estaba echado en la cama, los dos hacíamos algo,
y todos los demás creían en el Dios Cristiano,
llamaban a mi padre la cáscara sobre la cama,
sólo yo sabía que se había ido del todo,
sólo yo le dije adiós a su cuerpo
que era todo cuanto él era. Sujeté con fuerza
su pie, pensé en ese anciano esquimal
que sostiene la popa de la canoa mortuoria,
y lo abandoné suavemente al mundo de las cosas.
Sentí la sequedad de sus labios
en los míos, sentí la levedad de mi beso
mover su cabeza sobre la almohada
así como se mueven las cosas
como por su propia cuenta en el agua mansa,
sentí sus cabellos de lobo en mis dedos,
se tambalearon las paredes, el piso,
el techo giraba como si no estuviera yo
saliendo del cuarto sino el cuarto
alejándose de mí. Me hubiera gustado
quedarme a su lado, cabalgar junto a él
mientras lo llevaban al lugar donde lo cremarían,
verlo entrar a salvo al fuego,
tocar sus cenizas tibias, y después llevarme
el dedo hasta la lengua. A la mañana siguiente,
sentí el cuerpo de mi esposo
aplastándome dulcemente como una pesa
sobre algo blando, una fruta, su cuerpo asiéndome
a este mundo con firmeza. Sí, las lágrimas brotaron,
como el zumo o el azúcar de la fruta.
Se adelgaza la piel, se rompe, se rasga: hay
leyes en este mundo y según ellas vivimos.




El cuerpo muerto


No soportaba dejarlo solo en la habitación
después de que murió. Durante meses
siempre hubo alguien con él, estuviera dormido,
despierto, en coma, siempre alguien, pero después
nos quedábamos fuera y él dentro,
solo: como si lo único importante fuera su conciencia,
ese hombre que tuvo tan poca conciencia, que fue
90% cuerpo. Yo no soportaba
esa forma de tratarlo como basura, íbamos a quemarlo,
como si sólo importara el alma. Quién era ése
si no él, tirado ahí, seco y abandonado.
Me enfrentaría a quienquiera
que no respetara ese cuerpo: que viniera
un estudiante de medicina y se atreviera a hacer un chiste sobre su hígado
y lo derribaría. Hubiera sido tan bueno tener a quien derribar.
Y si lo íbamos a quemar,
quería quemarlo entero, no ver
su brazo mañana en el cuerpo de alguien
en Redwood City, o que le arrancaran
la lengua para transplantarla, o ese ojo renuente.
Y qué si su alma ya no estaba,
yo lo conocí desalmado toda mi infancia, lo veía
acostado en el rincón más oscuro de la sala
con la boca abierta en el sofá
y ahí no había nada más que su cuerpo.
Así que en el hospital, me quedé a su lado,
acaricié sus brazos, su cabello,
no pensaba que estuviera ahí
pero igual ése era el hombre que yo había conocido,
un hombre hecho de sustancia espesa,
un hombre crudo, como esos seres primitivos
que poblaban el mundo antes de que Dios tomara
su peculiar arcilla y creara
a su propia gente.




Sus cenizas


La urna era pesada, pequeña pero tan pesada,
como la vez, semanas antes de morir,
cuando quiso pararse y puse mi hombro
bajo el suyo, mi mejilla contra su
espalda desnuda repleta de pecas
mientras ella sostenía el orinal. Había perdido
la mitad de su peso
y aún así pesaba tanto que casi no lográbamos sostenerlo
mientras expulsaba la orina crepitante
como fuego líquido. La urna
pesaba lo que ese metro ochenta, se calentaba
en mis manos mientras la acariciaba bajo el pinsapo azul.
La pala sacó la última bocanada de tierra
de la tumba—habrá hecho el mismo ruido arenoso
cuando rasparon sus cenizas del horno—
los demás llegarían en cualquier momento y yo
quería abrir la urna como si sólo así
pudiera conocerlo. Sobre el césped húmedo,
bajo los conos cubiertos de rocío,
forcé la parte de arriba, se abrió, y
ahí estaba, la verdadera materia de su ser:
racimitos de huesos moteados; un arco óseo
descolorido, como un hongo nacido
alrededor de una rama; guijarros manchados:
quizá las manchas fueran los canales de su médula,
quizá por ahí nadaron moléculas vivas
como si tuvieran una voluntad
que pudiera llamarse propia,
quizás en cada célula los cromosomas
emitieron destellos de luz al dividirse, chispas
al dejar atrás sus copias
relucientes. Miré ese salpicón de escamas,
esos restos semejantes a un avispero
de papel deshecho: qué era eso, era un hueso
de su muñeca, era su rótula elegante,
su quijada, o quizá esa parte de su cráneo blanda
al nacer: lo miré,
sus huesos y las cenizas donde yacían, blancas,
plateadas, como esas trémulas serpentinas de polvo
que la tierra va dejando a su paso al girar,
se siente su rugir pesado mientras se aleja.


de The Father/El Padre. (EdiT. Knopf, Nueva York, 1992)
*traducción de  Mori Ponsowy.

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