LAMENTO POR EL HIJO MUERTO
Huye dentro de la noche,
reaprende a tener pies y a caminar,
descruza los dedos, dilata la nariz a la brisa de los ciprés,
corre entre la luna y los mármoles,
ven a verme,
entra invisible en esta casa, y tu boca
de nuevo a la arquitectura de las palabras habitúa,
y tus ojos a la dimensión y a las costumbres de los vivos.
Ven, acércate, aunque ya estés disuelto
en los fermentos de la tierra, desfigurado y descompuesto.
No te avergüences de tuolor subterráneo,
de los gusanos que no puedes sacudir de tus párpados,
de la humanidad que peina tus finos, fríos cabellos acariciantes.
Ven como estés, mitad persona, mitad universo,
con dedos y raíces, huesos y viento, y tus venas
en camino del océano, hinchadas, sintiendo la inquietud de las mareas.
No vengas para quedarte, sino para llevarme, como antes
yo te traje a tí también,
porque hoy eres dueño del camino,
eres mi guía, mi guardián, mi padre, mi hijo, mi amor.
Condúceme adonde quieres, a lo que conoces. En tu brazo
recíbeme, y caminemos, forasteros las manos dadas,
arrastrando pedazos de nuestra vida en nuestra muerte,
aprendiendo el lenguaje de esos lugares, buscando los amos
y sus leyes,
mirando el paisaje que comienza del otro lado de nuestros cadáveres,
estudiando otra vez nuestro principio, en nuestro fin.
De: Mar Absoluto, 1945.
Traducción de Raúl Navarro para Editorial Raigal, Buenos Aires, 1956.
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