lunes

Giovanna Pollarolo Giglio (Perú, 1952)

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El primer viaje que hice contigo


fue de Tacna a la Boca del Río
un sábado de invierno por la mañana.
Compraste dos Inca Kolas y dos mixtos en el Italia
y yo saqué a escondidas dos toallas de mi casa.
Había apenas una tenue resolana
zurumbe,
acá llaman zurumbe a la neblina de mediodía que refresca y alivia
los calores del verano, te expliqué;
no era verdad, pero la palabra te gustó y me creíste
a pesar del invierno.
Te hablé de una playa llamada Pozo Redondo
que parecía de postal:
algún día levantaré ahí una casa para mi vejez, dije
y te fui indicando el camino.
Cuando llegamos empezó a brillar el sol
la playa también te pareció hermosa
como el sueño de la casa mirando al mar, en lo alto.
Ahí mismo, en la arena
junto a la inmensa roca que nos protegía del viento
hicimos el amor por primera vez.
El sol cegaba mis ojos, pero creo que fui feliz.
Anochecía cuando regresamos
y yo me senté muy cerca de ti, juntas nuestras manos.
Mirando la carretera, mirándonos
nos detuvimos varias veces
te gustaba el olor limpio del desierto
y el silencio y las estrellas y el cielo despejado.
Juramos que nos amaríamos siempre.




Tuve que detener el auto al costado de la carretera
lloré hasta cuando el sol me hizo saber que era mediodía
y el calor me agobiaba.
Entonces me soné la nariz
y el pañuelo se llenó de sangre.
Se me ha roto el corazón, pensé.



El último viaje que hicimos juntos

fue de La Boca del Río a Tacna, la noche del último domingo de carnaval.
Durante los 45 minutos
no dejé de repetir se me rompe el corazón
mientras me explicabas las razones que te habían llevado a decidir
que nuestras vidas debían separarse.
Yo quería decir: deténte,
bajemos para escuchar el silencio y respirar el aire puro
quería abrazarte en medio de la noche, como si no hubieras hablado.
Pero sólo decía se me rompe el corazón.


La casa era grande y estaba sola;
aunque había muchas camas y muchos cuartos
me acosté a tu lado
cogí tu mano y dije:
siento como si el corazón se me estuviera rompiendo
tú me besaste en la frente
apretaste mi mano y dijiste que me tenías un infinito cariño
pero nuestras vidas -lo repetiste una vez más-
tienen que separarse.
Fue el último viaje, el último beso, la última noche
contigo en Tacna en la casa de mis padres.


Era todavía noche oscura cuando nos levantamos para ir al aeropuerto.
Nos despedimos, y mientras tú subías al avión
yo encendí el motor del auto
y rehice, con el sol ya asomando
el camino de regreso a La Boca del Río.

de La ceremonia del adiós (Peisa Edit., 1997)

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