domingo

Susana Villalba(Argentina, 1956)

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El exilio de Sócrates


Dejarías un olor, un río siempre un poco más allá, en alguna parte que no ves pero te arrastra como una triste y lenta identidad que arroja al fondo del mar lo que la tierra ofrece. Un nombre que hace orilla, que va en la superficie sin fluir. Después sería mar afuera, más afuera que la propia intemperie, esta barranca. Suena en la noche a cubiertas sobre los charcos que deja la tormenta, una ciudad que rueda hasta su límite y regresa, un chapoteo.
Dejarías el campo que ves en el olor del cielo desde una ventana de edificio, ese olor a diamante, a puro azul por nada que te incumba en un otoño tibio y desleído como todo recuerdo. Vas a extrañar el viento, el viento va a extrañarte, nada te dejaría, nunca te abandonó el pasto, la acacia no te opuso resistencia, la lluvia nunca fue más fuerte de lo que el cuerpo pudiera soportar, siempre te tuvo el sol, el cielo estuvo en cada lugar donde miraste, en esta foto, en este punto que la vista ya imprimió cuando tu corazón pregunta qué es el mundo.
Llegó un momento en que no había fin, es decir no había comienzo, camino, sitio. Ni la lluvia terminaba, era una masa negra, un día y otro. Pasó una bicicleta, un perro mojado. Por la noche no había colectivos, por la mañana no había qué hacer. El mundo giraba como la rueda de Italpark que nos arroja afuera. Una orilla entre abismos, ese río como un león que sobre el agua no puede dormir ni caminar. En ese desconcierto está el lugar.
Vas a dejarlo, a dejarlos en la playa de escombros, frente a los barcos oxidados. Dejarías la lenta ola marrón que nunca viste, los sauces cayendo sobre chapas, sobre cenizas y cueros descarnados, el olor a petróleo y a pescado de barro, los ladridos, las fogatas. Dejarías el rincón donde leer, la lámpara, el mantel donde el café se enfría y se escucha ese frenar de colectivo, es decir que amanece en un lugar donde amanece así, por el sonido, por una persiana de metal que se levanta, abruptamente baja, gritos, cascos de caballos, un olor a cubierta quemada en las esquinas.
Dejarías de saber que no se sabe cómo, que lo que no se puede se hace olvido, nadie quiere encontrar dentro de sí lo que no tiene lugar cuando aparece. Los dejarías tristes, no aterrados. Los dejarías saber lo que ya saben. A la orilla de sus cuerpos, no vas a poner fuera de sí a quien ya estaba lejos de sí mismo para no perderse. Saber no es entender.
Quién pregunta. A quién realmente hablabas. A qué poder reflejaste en su ignorancia. Los dejarías a medio callar, a medias responder. Sentiste? O preguntaste qué sentían?
Dejarías el subte, las mesas ambulantes de relojes y enchufes tapados con un nylon cuando llueve. Vas a dejar la luz amarillenta, la basura, las pensiones donde subiste a preguntar. Vas a dejar de preguntar. Se sabe ya que ya está todo dicho? Vas a dejar la sensación de pez boqueando en humedad que no es aire ni agua sino ese respirar como si no, el pecho un puño ante el asombro de lo que siempre se sabe y no se puede creer. Siempre hay más realidad de lo posible. Es más posible comprender la oscuridad del cielo que la de esta conjura que esfuma una ciudad ante tus ojos. Una bruma, resaca de los puertos, una barranca de cebos y curtiembres. Pampa. Lluvia. Viento. Nada.
Vas a dejar las calles anegadas, las veredas, las tiendas de ofertas, las clausuras, los carros cartoneros. No sitiados por agua, desde el centro encerrados afuera, como en estado de sitio para nadie. A quién preguntar. Cada uno sabe lo que siente: quisiera otras preguntas. Por qué este río tiene el ancho de un mar, por qué el mar es profundo. Es más sencillo comprender por qué es ajena el agua que la tierra. Bellas preguntas sobre el olor del sol que permanece en una sábana, vas a dejar estas terrazas, los cables pinchados, los fuentones que juntan las goteras, los gatos en una construcción abandonada.
Como esos bichos transparentes que agonizan de nunca nacer completamente esta región pregunta su lugar. Vas a dejarla sin repuestas. Vas a dejar el color gris, el grito del boyero en la tarde. Nada te deja, ni la melancolía ni la alegría súbita si deja de llover y el horizonte estalla en luz como una repentina comprensión del universo. No del mundo. No del día en este mundo que se acaba si un solo hombre cubre la lámpara de aceite.
Partir adónde que no esté tan a la vista la respuesta que demorás con tus preguntas. Ninguna explicación tiene sentido. Podés cambiar el método, el sistema, mejor o peor no hay más que hombres, piedras, cielo, aceite, agua. Veneno del aire detenido, sin inspirar para avanzar, sin suspirar para entregarse. Ni el alivio. Ni retener el aire por asombro ni por furia o temor. Como quien traga saliva y lo que piensa, cicuta la respuesta que sube del estómago y queda y sabe que no importa. El que pregunta a un hombre se encuentra con que el cielo en el hombre es un silencio.
Donde fueras no irías más lejos que la sombra, no irías más lejos que el fracaso de ver en cualquier sitio la mirada perdida del que sabe que saber llega hasta el río. Y vuelve.
Te dejarías llevar por esta lluvia, los recuerdos, un tren en el que hiciste la pregunta equivocada. No es el temor de no poder salir -te respondió esa mujer en el Sarmiento, su casa quedó bajo la inundación, en La Matanza- no sé dónde volver, dónde llegar, a dónde ir, usted no sabe. De un modo animal ya lo sabías, por eso no te vas. Dejarías el patio, el almacén, el olor a jabón y a café que tiene la mañana en el bar de Quintino Bocayuva. Ofician de obviedad si cada mañana preguntaras dónde estoy.
Qué significa dónde, estoy en qué sentido, lugar desde qué punto de vista, quién significa qué, siempre hay otras preguntas. Llegó un momento en que no había fin. No había principio si siempre llegabas al mismo comienzo de esta historia. Llovía y aún bajo la lluvia los hombres carneaban una vaca caída de un camión. Como una foto de manual. Ahora venía la parte de no ahorrar sangre gaucha y todo eso. Conócete a ti mismo. Sagradas escrituras. Cruzar el charco o perderte en el mar o la cicuta o avanzar hasta que cada pregunta se encuentre con su piedra. Con su orilla. La sangre llega al río y pasa. Y llueve. Como si nunca fuera a terminar.


de Plegarias (La Bohemia, BsAs., 2004)

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