lunes

Olga Lonardi(Entre Ríos- Argentina,1959-2013)

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El cuerpo en la palabra
Penetra en el cuerpo, la palabra,
desde la intemperie ancestral,
desde la ausencia,
inscribe sus símbolos
en la boca clausurada,
sobre el cuerpo y sus agujeros,
inscribe su metáfora,
herida abierta en la grieta del cosmos.
Hundidas en el cuerpo,
las letras carnales, feroces,
clavan su ardor allí,
mientras la pupila indaga
tantas mutilaciones
que se pronuncian silenciosas.
Velos de escrituras en la espalda,
ilusión de cielo y sin embargo infierno,
el cuerpo habla, desgarrado, abierto,
y entre pelos, olores y salivas,
recibe a la palabra,
incendiada, bella.
Ella deja en la memoria
su tatuaje de animal en celo,
su leche de verbo fundante,
su cuerpo como destino
en el cuerpo del otro.
Cuerpos violados
sobre escombros de miserias,
apenas gimen, apenas lloran.
Entonces, la palabra enmudecida retrocede,
ante el espanto de nombrar
se vacía en sus significantes
y quedan desnudos
los íntimos contornos.
Murmullo, lamento, decir, decir, callar.
Invocar voces.
La palabra, espejo del cuerpo,
refleja el anagrama: Adán y Raza, azar y nada,
palíndromos con los que jugó Cortázar.
Mientras alguien se enamora
de bellas acepciones
otras palabras hunden grotescos
en el centro del pecho, bien adentro.
Palabra como hambre,
negada en la lengua del otro,
el del vientre saciado,
el impune al dolor,
al ruido de tripas allá abajo.
Tatuadas con vidrios, en el cuerpo,
las palabras cortantes,
sobre cada circunvolución
izquierda del cerebro:
allí, sobre los muros del lenguaje,
escritas con lenguas ardidas
de imágenes oscuras.
Una misma palabra
dicha en distintos sitios
huele como excremento entre los dedos,
putrefacción, para el ojo que graba la vida.
La palabra cuerpo cae en el cuerpo,
viaja hacia la oscuridad luminosa,
muta en la esencia líquida: sangre y linfa,
variaciones de voces.
El cuerpo destinado a presentar todas las formas,
guarda en su instinto un ojo inmóvil
de bestia adormecida.
El cuerpo en la palabra,
palabra que lo acuna, lo salva,
lo carga con amorosa entrega,
como la Virgen y el Niño, de Leonardo,
como la Piedad de Miguel Angel,
sostiene cada tramo,
cada porción de carne en llaga viva,
simulacros para sitiar olvidos.
Acaso la palabra cuerpo
nunca alcance para decir lo que el cuerpo grita,
sólo enmudece.
Detrás de la piel habita una historia
hechas de ritos circulares.
Cuando el cuerpo ama,
la palabra calla,
crece un lenguaje de luz
entre uno y otro,
tan uno con el otro,
escindidos del cuerpo solo,
fundidos en la completud del abrazo.
El cuerpo amado lleva
inscripto en la piel todas las pieles.
Cuerpos que se anudan,
en un intento de saltar la trinchera,
protegerse de todos los absurdos allí afuera,
sin embargo la lágrima cae,
silenciosa hacia la nada.
Mientras el cuerpo
en reposo sigue oyendo,
palabras interiores,
voces que trepan a la sangre,
hechas mixtura y soplo, aliento,
frases que se posan allí
en la levedad de la lengua,
a veces muda, a veces quieta
y otra vez suelta, para volver a pronunciar.
Cuerpos sin nombres,
arrojados al vacío
de las palabras ausentes,
orfandad, desnudez, soledad cósmica.
Poblar el cuerpo nombrado,
cuerpo para nombrar palabras,
palabras para nombrar cuerpos,
re escribir cada parte
con su carga de símbolos,
esos pequeños léxicos
el sexo, el ojo, el pie, la mano,
transmutaciones que narran voces
para desandar la distancia
entre la mirada y el gesto
y volvernos uno y todo, íntimos, sutiles,
descubrirnos el rostro, el auténtico, el otro,
el que calla y crece encima del gesto de la muerte.
El cuerpo en la palabra,
complicidad, entre los labios de dios
y los labios que nombran,
nombran con el leve temor
de no ser ya nombrados,
nombran para guarecer la palabra
de la intemperie del cuerpo,
alumbrar el estallido que sube de la entraña,
nombran para tocar la breve eternidad:
el cuerpo en la palabra.

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