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Reina María Rodríguez, poeta cubana, recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda

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Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2014


OJOS NEGROS

I

No era mi padre con sus anchos pantalones de hilo blanco.
Era Marcelo Mastroianni
con su pelo negro todavía, una mota echada hacia atrás,
a lo Elvis.
Sonrisa de labios finos, encima, las tiesas pestañas,
su coquetería.
Uno espera una total entrega suya
y el personaje, luego, nos defrauda,
porque no se va de nuevo en busca
de aquella mujer rusa
(antes la había buscado en San Petersburgo,
¡tan lejos!
habría levantado cada piedra por ella).
Ahora, navega como camarero
despojado del pasado y su fe.
Entonces, descubrí, que no era mi padre
—él hubiera llegado hasta el final por la mujer rusa.
Él, “que todo lo aguantaba por amor”, decía.

Los gitanos siguieron cantando y bailando con sus carros
sobre la estepa húmeda:
“¡Espérenme! ¡Espérenme!”
fue su grito final de personaje.
Pero ellos no se detuvieron
(ni ella tampoco).
Solo el amor regresa, vuelve, al mismo barco
que navega hacia América
donde ella se oculta con su velo y la niebla
del pasado
y él le sirve otra copa de champang
que comparten en la proa.

Mi padre, finalmente, lo deja todo
—también su vida— y aún joven,
recupera bajo el agua
su pasión.

II

Pero el agua era un bote pequeño.
Un bote (sin camarotes) tambaleante,
con música vulgar de bares al fondo, en Cojímar
donde remábamos a pesar de la profunda corriente del río
que, al unísono, sobre las gotas,
arrastraba fango
sin percatarnos, de la mordedura de la morena verde
escondida en la roca
mi padre y yo.
Él subía su voz tan fuerte entonces
y me abrazaba
cuando el agua temblaba más de lo debido.
Desde el fondo, los peces envidiaban la canción
que entonábamos
a sabiendas
“de que el deseo es lo desconocido
y sobre lo desconocido no podíamos tener
ninguna pretensión” ni confianza.

III

Luego, varados junto al cayito
entrábamos al mar que tenía una línea perceptible
entre la limpieza y la suciedad del río
tan marcada en el límite como una ilusión
de que todo lo haríamos juntos en la vida
a pesar de aquel color cambiado,
de aquella época de tránsito
(como siempre fueron las épocas vacías).
Pero, en su proceso, la vida nos separó
dejándolo para un domingo, en marzo,
de personaje en la película que lo recuerda
como actor italiano
padre de hija sin padre ni hermano,
de amigos que se fueron también con la resaca
contra el vaivén de un barco pequeño
donde llevo años bajo una sombrilla
protegiendo todavía a mi hija
para dejarla allí, al descubierto,
a la intemperie también,
en el desamparo de un país que es un bote, una isla,
donde todos parten sin regreso
como en la película.

IV

Después, no sabía qué hacer con la nostalgia del mar
(palabra blanda, sutil)
incapaz de colaborar con la realidad
que enmarca como cuadro triste, todo esto
con lo que uno se parapeta y se desprende
de alguien
sin ser paisaje ni contemplación
entre líneas opacas, barcos sonámbulos,
memorias
que no quieren morir como esos peces
frágiles y fríos a sus pies.

V

La piedra tenía cara de oso polar por un lado
y parecía un jabón por el otro.
La encontramos en Santa Fe
a la entrada del verano
mi padre, mi hermano y yo.
Fue el último día que nos bañamos juntos
en aquella playa rocosa.
Veo aún a mi padre con las olas en las rodillas
tan contento diciéndonos: “siempre vengan aquí
cuando yo no esté”.
Esa tarde recogimos la piedra que fue su lápida.
El jabón se deshizo en pequeñas partículas
esmeriladas
por la constancia del uso
y el oso fue de pronto un animal extraño,
irreconocible
y pacífico.
¡Jamás volvimos a Santa Fe!

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