martes

Claudia Masin(Argentina, 1974)

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El alud


Antes de que los sentidos se empañen, se acostumbren a la vida,
hay una época en la que todo lo que nos roza nos produce 
un deslumbramiento, un ligero, aunque profundísimo, 
temblor de regocijo y miedo: el relieve sutil, casi invisible, 
de la nervadura de una hoja, las hondonadas
y canales del cuerpo de una piedra, 
la vibración que deja el tacto de un ser vivo sobre la piel, 
el calor irradiándose en ondas que se apagan lentamente. 
Después llega el hábito, un fuego fatuo
que no sabe quemar ni tampoco guarecer a nadie del frío 
con su presencia. La capacidad de sentir es suplantada 
por el gesto que debería acompañar una emoción, 
pero es todo lo que queda de ella, 
un sedimento irreconocible de lo que alguna vez fue cierto, 
de la misma manera que un coral fosilizado en el lecho marino 
es lo que la vida –perfecta un día en la precisión de su tarea- 
deja cuando se retira. ¿Sería necesario, 
para volver a estar en el mundo, un cataclismo,
un encadenamiento de hechos que socave insidiosamente 
los cimientos de la pequeña cueva que hemos construido, 
sin lugar para la luz, la compañía de los otros, 
haría falta un derrumbe que llegue súbitamente 
y nos sorprenda? Quizás no podría ser de otra manera: el alud,
desprendido de miles de pequeños hechos y sensaciones 
que hemos dejado pasar con indiferencia, cuando se desencadena
no deja nada en pie: es nuestra propia fuerza,
la del apego irrenunciable al mundo, la que retorna con él, 
es la mirada, el tacto que recién empieza a conocer los objetos, 
son nuestro asombro y atención transmutados en violencia, 
porque apartar el cuerpo de lo que le trae felicidad, 
dejar incluso de verlo, es causar una herida 
en la frágil corteza del universo, mucho más sensible 
que nosotros, mucho más indefenso. 

de “La plenitud”

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