Allí comienza el mundo: semilla
y lava endurecida, lluvia y barro
presagio, perdición, inquietud de la nada
que la arena desgrana.
Allí comienza el tiempo
en esa hoja atónita de renacer
lentamente se despliega su designio.
Tiempo, nombre exacto de las estaciones
que yerguen en nosotros su morada
- allí donde todo se detiene, tú pasas
y cada cosa irrigada por tus remolinos
toma su humilde y frágil medida.
Cuando no respiras, respiras
raíces y yemas, engendras una tierra
en seguida disuelta.
Bajo el cielo sombrío e inalcanzable
avanzas sobre tus propias huellas.
¿De qué vértigo llenas mi alma?
¿En qué fuego alimentas
el impulso mismo que te destruye?
Cuando la luz agota el alba por la que sube
prosigues la incansable tarea
de devolver el mundo a su plácida agonía
y toda verdad incumplida se aloja en ti
como un destino, siembra y polvo.
Para empezar, el aire, la llama herida -
después la dolorosa obstinación
de cuanto vive entre el oleaje.
¿Adónde llevas? ¿Hacia qué orilla
sin término, sin medida
a qué vuelta a comenzar
conduces uno a uno mis pasos
abriendo la última brecha
en el corazón del trayecto?
Mientras en mí, como árboles fríos
las edades se inclinan
miro lo que prometen las mareas
en sus viajes de migrantes
- despojos, deseos, de nuevo es el tiempo
el que remueve cuanto toca.
Resuena el gong.
Ya el tiempo se da la vuelta
y celebra su movimiento
la imperfección de todo:
arista, fractura, grieta.
Pero también el ínfimo temblor
al borde de la noche, – fervor
en el que nos reconocemos.
Fervor de la arcilla y de la piedra
- fragmentos del tiempo
que marcan la travesía.
Descendemos, rozando los follajes
inseguros de habernos levantado un poco de tierra
y de estar, en ese impulso, más cerca
de nosotros mismos. Descendemos
como lo hace el día, o el río.
Lo que nace pide morir.
La flecha irá a unirse a la diana;
no habré perdido nada, nada habré poseído.
Alrededor del eje de la vida, el tiempo
se envuelve. Y envolviéndose, retoma
su misterio.
Sin tregua, respira raíces y yemas.
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