La herida íntima
Pienso en la semilla a la que nada parece faltarle: es difícil
hacerse necesaria a alguien que aparenta no tener vanidad
y cerrada está completa y acabada en toda su promesa. Será.
En todo, la semilla es verdad desde el principio, sometida
a esa urgencia de lo quieto. No te creen, no me creas. Como
la primera mirada, la tuya me deja presa de lo que sea. Este
dolor-anzuelo que aniquila a veces es mi cielo simulado
por aviones sin continente, estos pájaros pintados por aquéllos.
No me creas al decirme que me vaya del sitio-semilla lleno
donde yo falto solamente.
Y por otras faltas. Hasta la indiferencia de la luz es diferente
en esta sala de proyección donde hacés falta, como todos
los matices de lo negro. No te creo. Te dicen que te vayas
cuando en este cine abandonado crecía una boca de luz
en la pantalla. Solamente una pantalla pintada o una sombra chinesca
en la pared de la casa. No me creas. Es mi turno para el corazón,
y la casa se ha vuelto cáscara, de piedad, de lo que late.
Retirada-diástole, pero además es tiempo y tengo malos
pensamientos.
Últimamente el mundo se ha vuelto lento y encapsulado
en su campana propia de seguridad. Todo sigue
a punto de ocurrir, como una hipótesis del dolor
que yo miro en tus ojos y descarto, demasiado rápido,
como una enfermedad del aire, demasiado diáfano.
Todo se ve desde aquí, como desde una famosa estatua
sin cabeza cuyos ojos te han seguido, sabés, a todas partes.
Han pasado, pongamos, doscientos años, el lugar del tiempo
se ha estirado como un corpiño muy usado, primero por tu madre.
Aquí estamos. Los muertos están muertos y te has ido, aunque te hayan
dicho que te vayas. No me creas: es un pliegue del lugar, este país
no existe. Únicamente en una alforza del tiempo, ahora,
diría que te amo.
Pero la semilla resiste, como una pestaña del tiempo. Semilla-alforza,
costura invisible donde parece que no se nota nada. Completa,
faltaba, como escribiendo sobre tu espalda que no existe,
que yo te amaba, y me volvías la grupa, la curva de las nalgas.
Tu trasero es mi punto fuerte, y mi desgracia.
El tiempo se ha ido al traste. Los dioses son enfermos que marchitan
el malvón del patio, la mirada del mirlo que habla y la niebla rosada
de tu boca borracha. Me ilusionaba. Se están muriendo ahora, dentro
de doscientos años.
En todo caso, falta. Habría que dejar la cáscara y secarse
como una naranja que contiene lo que la contiene: pulpa, jugo anaranjado
y las semillas de otra naranja. Otras, estoy equivocada
pero calma, quedan las palabras y la gracia astringente
del Maestro, con sus tres limones en el plato. Dorado-verde
y ácido, como cosas de muchacho.
Un sol exprimido para mi tesoro, y sin embargo estoy cansada
de la apariencia de las cosas y los nombre que les damos.
Cada sol, un don, y su tesoro, sinónimos calculados para acopio del vacío.
Semilla-tornasol, morir como reflejo y es verdad: no me creas
porque diga que escribo el fin y te amo, todavía,
como semilla-savia
de semilla.
Como una película que se está proyectando con una cámara demasiado
rápida para el dolor, más lento. Te amo todavía y he quedado
en una alforza del tiempo, que tu gesto ha plegado y mi permanencia debilita
porque abulta. Lo que vendrá siempre es una carga.
Asistir a entierros o encerrarse tras la coraza fugaz de la distancia.
Un arte del dolor, como sacar basura hasta la calle o enfrentarse
con el trasero de las cosas, la parte posterior de lo que ha sido,
mandarlo todo al traste. No me creas. Te dicen que te aman, todavía,
y no han pasado aún doscientos años.
Pasarán, susurra un daimon que pasaba a mi
lado, con el pelo largo y entrecano, y después: Oblígame a no temer que dejes
de amarme. A no temer que me ames, porque semilla-cáscara
y distancia, del dolor, como un hotel por horas, amor
debe ser medido. Dolor por horas, porque vivo y se están muriendo los dioses
o los bienes, o los padres. Mi maestro se llama Hugo, ahora, dentro
de unas horas o de doscientos años. Siempre es masculino, un daimon.
Pero era un ángel, sintetizo, y no me creas: este sol que he exprimido
es el tesoro que me cargo a cuenta del banquete, donde peces
y panes eran peces y, además, llegué tarde, arrepentida
de haber cruzado la ciudad entera en vez de quedarme
en mi propia cocina. Me quedé pensando en la semilla, que parecía
completa. Lo que quería, me parece, era la planta-promesa.
Pero sigue intacta, como una espina de corvina atragantada
que ni el maná disuelve con su gracia, porque no tendría por qué.
No estás, no te creen, es decir, estás a salvo de otras muertes y te queda,
solamente, este reflejo en el agua, que me interesa. Si soy yo,
agonizo entre larvas y flores del pantano, como semilla-vara
a la que nadie cuidaba.
Y sin embargo crecerá, como mi abuela materna en las cuchillas
de Entre Ríos, entre cañas sostenidas en el barro. Así
mis hijos. Pero en esta luz, que falta a la verdad, sobre el aire
como en espejo de ascuas, hecho a nuestra imagen
que es tan sólo semejanza de lo hecho, a tientas,
como gritar bajo el agua.
Cualquier sueño es submarino: de noche rondo tu cama vacía y bebo
el agua perlada de tus plantas. Que me creas ahora, cuando no estabas
y yo sólo te miraba para verte en todas partes la luz de la mirada.
Estoy haciendo tiempo por el hecho de no desperdiciarlo,
porque quiero que me estés mirando y que el tiempo
que me creas nos alcance.
No me creas: cualquier tabla de salvación incluye su amenaza:
nos hundimos mientras estás en otra parte. Los momentos
son robados; los encuentros, incesantes. El corazón,
como un misil de película muda, suda por sorpresa propia
de estar allí, desconcertado. La música incidental
del perpetuo pianista lo desgarra.
Me quedo aquí, te vas de viaje. En lo que a mí respecta,
no me has abandonado: es tan sólo el dolor del padre en su certero
viaje solitario, como semilla-lápida y así, en mí,
los restos de Europa se terminan como punta de lápiz agotado
por fatiga del grafito, debilidad del leñador o el carpintero.
Y me excuso de tener oficio, sudo, porque cualquier cuerpo
me da pena y su ejercicio, casi siempre fortaleza.
Sacudida-sístole, insegura, por tener todo anotado
en los márgenes de una historia mayor, por más vieja
o por más grande.
The private wound is the deepest one.
W. Shakespeare,
"Two Gentlemen of Verona"
Pienso en la semilla a la que nada parece faltarle: es difícil
hacerse necesaria a alguien que aparenta no tener vanidad
y cerrada está completa y acabada en toda su promesa. Será.
En todo, la semilla es verdad desde el principio, sometida
a esa urgencia de lo quieto. No te creen, no me creas. Como
la primera mirada, la tuya me deja presa de lo que sea. Este
dolor-anzuelo que aniquila a veces es mi cielo simulado
por aviones sin continente, estos pájaros pintados por aquéllos.
No me creas al decirme que me vaya del sitio-semilla lleno
donde yo falto solamente.
Y por otras faltas. Hasta la indiferencia de la luz es diferente
en esta sala de proyección donde hacés falta, como todos
los matices de lo negro. No te creo. Te dicen que te vayas
cuando en este cine abandonado crecía una boca de luz
en la pantalla. Solamente una pantalla pintada o una sombra chinesca
en la pared de la casa. No me creas. Es mi turno para el corazón,
y la casa se ha vuelto cáscara, de piedad, de lo que late.
Retirada-diástole, pero además es tiempo y tengo malos
pensamientos.
Últimamente el mundo se ha vuelto lento y encapsulado
en su campana propia de seguridad. Todo sigue
a punto de ocurrir, como una hipótesis del dolor
que yo miro en tus ojos y descarto, demasiado rápido,
como una enfermedad del aire, demasiado diáfano.
Todo se ve desde aquí, como desde una famosa estatua
sin cabeza cuyos ojos te han seguido, sabés, a todas partes.
Han pasado, pongamos, doscientos años, el lugar del tiempo
se ha estirado como un corpiño muy usado, primero por tu madre.
Aquí estamos. Los muertos están muertos y te has ido, aunque te hayan
dicho que te vayas. No me creas: es un pliegue del lugar, este país
no existe. Únicamente en una alforza del tiempo, ahora,
diría que te amo.
Pero la semilla resiste, como una pestaña del tiempo. Semilla-alforza,
costura invisible donde parece que no se nota nada. Completa,
faltaba, como escribiendo sobre tu espalda que no existe,
que yo te amaba, y me volvías la grupa, la curva de las nalgas.
Tu trasero es mi punto fuerte, y mi desgracia.
El tiempo se ha ido al traste. Los dioses son enfermos que marchitan
el malvón del patio, la mirada del mirlo que habla y la niebla rosada
de tu boca borracha. Me ilusionaba. Se están muriendo ahora, dentro
de doscientos años.
En todo caso, falta. Habría que dejar la cáscara y secarse
como una naranja que contiene lo que la contiene: pulpa, jugo anaranjado
y las semillas de otra naranja. Otras, estoy equivocada
pero calma, quedan las palabras y la gracia astringente
del Maestro, con sus tres limones en el plato. Dorado-verde
y ácido, como cosas de muchacho.
Un sol exprimido para mi tesoro, y sin embargo estoy cansada
de la apariencia de las cosas y los nombre que les damos.
Cada sol, un don, y su tesoro, sinónimos calculados para acopio del vacío.
Semilla-tornasol, morir como reflejo y es verdad: no me creas
porque diga que escribo el fin y te amo, todavía,
como semilla-savia
de semilla.
Como una película que se está proyectando con una cámara demasiado
rápida para el dolor, más lento. Te amo todavía y he quedado
en una alforza del tiempo, que tu gesto ha plegado y mi permanencia debilita
porque abulta. Lo que vendrá siempre es una carga.
Asistir a entierros o encerrarse tras la coraza fugaz de la distancia.
Un arte del dolor, como sacar basura hasta la calle o enfrentarse
con el trasero de las cosas, la parte posterior de lo que ha sido,
mandarlo todo al traste. No me creas. Te dicen que te aman, todavía,
y no han pasado aún doscientos años.
Pasarán, susurra un daimon que pasaba a mi
lado, con el pelo largo y entrecano, y después: Oblígame a no temer que dejes
de amarme. A no temer que me ames, porque semilla-cáscara
y distancia, del dolor, como un hotel por horas, amor
debe ser medido. Dolor por horas, porque vivo y se están muriendo los dioses
o los bienes, o los padres. Mi maestro se llama Hugo, ahora, dentro
de unas horas o de doscientos años. Siempre es masculino, un daimon.
Pero era un ángel, sintetizo, y no me creas: este sol que he exprimido
es el tesoro que me cargo a cuenta del banquete, donde peces
y panes eran peces y, además, llegué tarde, arrepentida
de haber cruzado la ciudad entera en vez de quedarme
en mi propia cocina. Me quedé pensando en la semilla, que parecía
completa. Lo que quería, me parece, era la planta-promesa.
Pero sigue intacta, como una espina de corvina atragantada
que ni el maná disuelve con su gracia, porque no tendría por qué.
No estás, no te creen, es decir, estás a salvo de otras muertes y te queda,
solamente, este reflejo en el agua, que me interesa. Si soy yo,
agonizo entre larvas y flores del pantano, como semilla-vara
a la que nadie cuidaba.
Y sin embargo crecerá, como mi abuela materna en las cuchillas
de Entre Ríos, entre cañas sostenidas en el barro. Así
mis hijos. Pero en esta luz, que falta a la verdad, sobre el aire
como en espejo de ascuas, hecho a nuestra imagen
que es tan sólo semejanza de lo hecho, a tientas,
como gritar bajo el agua.
Cualquier sueño es submarino: de noche rondo tu cama vacía y bebo
el agua perlada de tus plantas. Que me creas ahora, cuando no estabas
y yo sólo te miraba para verte en todas partes la luz de la mirada.
Estoy haciendo tiempo por el hecho de no desperdiciarlo,
porque quiero que me estés mirando y que el tiempo
que me creas nos alcance.
No me creas: cualquier tabla de salvación incluye su amenaza:
nos hundimos mientras estás en otra parte. Los momentos
son robados; los encuentros, incesantes. El corazón,
como un misil de película muda, suda por sorpresa propia
de estar allí, desconcertado. La música incidental
del perpetuo pianista lo desgarra.
Me quedo aquí, te vas de viaje. En lo que a mí respecta,
no me has abandonado: es tan sólo el dolor del padre en su certero
viaje solitario, como semilla-lápida y así, en mí,
los restos de Europa se terminan como punta de lápiz agotado
por fatiga del grafito, debilidad del leñador o el carpintero.
Y me excuso de tener oficio, sudo, porque cualquier cuerpo
me da pena y su ejercicio, casi siempre fortaleza.
Sacudida-sístole, insegura, por tener todo anotado
en los márgenes de una historia mayor, por más vieja
o por más grande.
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